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"Ánimo compañeros que la vida puede más, que la fe se hace más fuerte

si la tengo que gritar."

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Es el carisma de la Institución Teresiana llevado a la práctica en el vivir cotidiano. Es una prueba elocuente de que la santidad es posible para quienes viven su profesión como un camino de audacia y de entrega al Evangelio.

La beata Victoria Díez y Bustos de Molina, nació en Sevilla, el 11 de noviembre de 1903, murió en Hornachuelos, Córdoba, el 12 de agosto de 1936. Maestra, catequista, miembro de la Institución Teresiana.

Después de ganar la oposición como maestra, ejerció en Cheles, un pueblo de Badajoz, cercano a la frontera con Portugal. El 21 de junio de 1928 se trasladó a Hornachuelos. Era una joven maestra, con buena preparación profesional, excelente disposición y entrega; con gran sensibilidad y habilidad de artista. Colaboradora de la Acción Católica. 

El papa Juan Pablo II, en la ceremonia de beatificación, en Roma, el 10 de octubre de 1993, dijo: “Esta beata es un ejemplo de apertura al Espíritu y de fecundidad apostólica. Supo santificarse en su trabajo como educadora en una comunidad rural, colaborando al mismo tiempo en las actividades parroquiales, particularmente en la catequesis. La alegría que transmitía a todos era fiel reflejo de aquella entrega incondicional a Jesús, que la llevó al testimonio supremo de ofrecer su vida por la salvación de muchos”.

En la misma ceremonia fue beatificado Pedro Poveda, fundador de la Institución Teresiana; quien años después fue canonizado en Madrid, el 4 de mayo de 2003.

Con motivo del Año Centenario de su nacimiento (1903), Loreto Ballester, Directora de la Institución Teresiana ha recordado palabras de Victoria y su testimonio de vida “abriendo el camino con su entrega a los suyos, con un ejercicio de la profesión serio y comprometido, "maestra de cuerpo entero", mujer fiel a la fe recibida hasta el martirio, “con Cristo muy dentro del corazón y siempre en primera fila”. 

Victoria ejerció como maestra de escuela pública, primero un año en Cheles, provincia de Badajoz y después en una zona rural de la Provincia de Córdoba ambas pobres con muchos alumnos y pocos recursos.

En 1928 llegó a Hornachuelos, provincia de Córdoba, con 25 años y con clara conciencia de haber recibido una importante misión: le habían confiado un pueblo y se sintió responsable de él. Trabajó en la Iglesia local en la Acción Católica, en la catequesis, en la preparación de catequistas, en la ayuda incondicional al párroco.

El 11 de agosto de 1936, fue detenida en su domicilio, encarcelada y conducida con un grupo de hombres del pueblo, entre los que estaba también el párroco Don Antonio Molina, hacia la Mina del Rincón. En el camino, Victoria anima a quienes han sido apresados con ella recordándoles que les espera el encuentro con Cristo. Es fusilada al amanecer del día 12 de agosto.

En la madrugada del 12 de agosto de 1936, Victoria Díez, la joven maestra de un pueblo que asoma en la sierra de Córdoba, Hornachuelos, recorría a pie junto con diecisiete hombres, entre ellos el también joven párroco, Antonio Molina Ariza, los 12 kilómetros que separan el pueblo de la mina del Rincón. Eran escoltados por unos cuarenta “escopeteros”. Hacía poco menos de un mes que se había iniciado la “guerra civil”.

Aquel extenuante camino, de casi tres horas, sería el último tramo de una vida que se había entregado de muchas maneras, especialmente a sus alumnas, convencida de que la educación hace mejor a las personas y contribuye a cambiar una sociedad todavía demasiado injusta y dividida. Era maestra del saber y maestra del espíritu; había encontrado en la Institución Teresiana su vocación de seglar comprometida con la historia de su tiempo.

Recorría ese último camino con la conciencia de seguir los pasos de su Maestro, Jesús de Nazaret. De ser “crucifijo viviente”, característica del espíritu teresiano animado por Pedro Poveda, quien había corrido igual suerte hacía apenas unas semanas, el 28 de julio. Victoria hubiera podido salvar su vida detractándose de su fe, eligió ser testigo de “Cristo Rey”, hasta el final.

Al recordar a esta maestra rural, seglar comprometida con su pueblo y su historia, rendimos homenaje a muchas otras maestras de la escuela de Poveda, que como Victoria recorrieron y recorren el camino de la vida, convencidas de que la “fe y la ciencia” hermanan bien.

El amor no tiene precio 

Por el Cardenal Carlos Amigo Vallejo OFM, 1993.

“No, no fueron simplemente unas circunstancias determinadas" -afirma-. Cuando Victoria Díez sufría el martirio, en la madrugada del 12 de agosto de 1936, el ejemplo que daba en esos momentos no era sino el testimonio de esa fe, fuerte y humilde, que había manifestado durante toda su vida. Pudo decir con sus labios lo que llevaba en lo más profundo de su alma. Si durante su vida había mirado solamente a Jesucristo, ahora bien podía ratificar con el martirio el compromiso, una y otra vez repetido: no volveré la cara al Señor.

Victoria Díez sabía del precio que Cristo exige a quienes desean ser sus amigos. Por eso, y siguiendo el espíritu de Pedro Poveda y de la Institución Teresiana, deseaba ser consecuente con lo que sería la norma de su vida: ´creer bien y enmudecer no es posible´.

La fe se hizo vida en esta mujer, débil en la carne y fuerte por la gracia del Espíritu. Y la palabra se transformó en acciones eficaces de ayuda a quienes necesitan formación humana, educación, catequesis. Había que transformar el mundo, la fe era la fuerza de acción. Maestra, sobre todo maestra. Si éste era el buen deseo de Victoria Díez, no es extraño que sintonizara, de forma tan admirable con los ideales de Pedro Poveda y de la Institución Teresiana.

Esmerada preparación profesional, educación en la fe. Y la mujer, como profesional preparada, en la avanzadilla de esa verdadera cruzada cultural, pedagógica y catequética. Siempre será la persona la fuerza de la eficacia. El método ayuda. Lo que de si misma entregue la persona, es lo que permanece.

La personalidad de Victoria Díez estaba marcada con la paradoja evangélica de lo fuerte y lo débil. Poco por fuera, mucho por dentro. Valor de lo sencillo, de lo pequeño. Fortaleza de entrega sin límite, sin precio. El amor transforma por dentro y lleva a la pedagogía exterior del amor sin medida. Siempre de Dios, más de Dios, toda de Dios. Y entregada incansablemente al servicio de los hombres. Nada de lo que necesitaba el hombre para poder vivir con la dignidad que como a hijo de Dios le corresponde podía ser ajeno a esta mujer que quería ser toda de Dios.

El riego de sangre que Victoria Díez suponía necesitaban nuestros pueblos no era, en los días en que dijera tan profética frase, el martirio que le aguardaba, sino la entrega, sacrificada y sin medida, que era menester emplear en servicio de una sociedad rural injustamente abandonada.

Sin deslumbrar, alumbrar, consejo de Pedro Poveda a los miembros de la Institución Teresiana, que Victoria Díez aprendió a la perfección. Su vida sencilla, incansable trabajadora, mujer llena de fe, delicada en el amor, fuerte en el testimonio de Cristo, es luz para nuestro camino. Por eso la Iglesia quiere ponerla en lo alto, para que alumbre, con la claridad de su fe y de su testimonio cristiano, y sea gracia de ejemplaridad para todos”. (Publicado en L´ Osservatore Romano, 1993).

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